Opinión y análisis

El pensamiento filosófico de Nietzsche y la Alemania de los años treinta

Giovanni Sessa

Nietzsche es uno de los pensadores más leídos de todos los tiempos. Diversos factores han contribuido a esta supremacía: el estilo poético-afórico que caracteriza su obra, su asistematicidad, el carácter radicalmente anticuado de sus tesis, así como la ejemplar apodicticidad de las mismas. Aspectos que, de diferentes maneras, han dado lugar a lecturas a veces divergentes de su filosofía. El momento más discutido y problemático de la propuesta del pensador de Röcken se encuentra en sus relaciones con la política. Matteo Martini, en un reciente volumen publicado por Controcorrente, Friedrich Nietzsche e il nazionalsocialismo e altre questioni nietzscheane (Friedrich Nietzsche y el nacionalsocialismo y otras cuestiones nietzscheanas), vuelve a plantear la vexata quaestio de los vínculos entre el pensador y el régimen de Hitler. El volumen cuenta con un prefacio de Francesco Ingravalle y un epílogo de Marina Simeone.

El análisis de los textos lo realiza el autor con un método muy diferente del adoptado por Giorgio Colli. El gran anticuario creía que la exégesis del filósofo no podía abordarse a través de citas aisladas, ya que ello conduciría a la “falsificación” de un pensamiento que, por el contrario, era articulado, complejo, incluso en forma de espiral. Además, Martini cita, por elección explícita, casi exclusivamente textos escritos por Nietzsche en sus últimos años, en particular de la Voluntad de poder. Este método le impulsa a sostener que “Nietzsche preparó de forma inequívoca los fundamentos filosófico-éticos-culturales sobre los que proliferaría el nacionalsocialismo […]” (p. 30). La afirmación puede ser cierta en el mismo sentido que lo es sostener que la Revolución Conservadora preparó el humus existencial-político que permitió a Hitler establecerse en la sociedad alemana de la época. El problema es que, para quien esto escribe, el nacionalsocialismo supuso la traición tanto de los ideales nietzscheanos como de los revolucionarios-conservadores (muchos revolucionarios conservadores vivieron al margen, recluidos o en el extranjero durante el régimen). No se puede pretender, por tanto, una derivación directa del programa nazi de exterminio de los “indeseables” y los diferentes de los aforismos descontextualizados de Nietzsche, cuyos rasgos humanos amables y corteses Martini, por otra parte, reconoce.

Por el contrario, de estas páginas se desprende, con razón, cómo la referencia a los valores aristocráticos en el filósofo no se refiere a: “exigencias raciales” (p. 31), aunque una cierta ambigüedad de juicio caracteriza algunos fragmentos referidos a los judíos. Nietzsche: “a veces tiene palabras de elogio para ellos, otras de desprecio, aunque nunca insinúa nada que pueda parecerse siquiera a una exhortación a la eliminación sistemática del pueblo judío” (p. 33). El pensador, señala el autor, estaba totalmente alejado de los ideales del nacionalismo alemán y esto, entre otras cosas, había provocado la ruptura de sus relaciones con Wagner. Para el filósofo, la decadencia griega y europea había sido preparada por la primacía dada por Sócrates al concepto, que había contribuido a oscurecer la concepción trágica de la vida propia de los helenos arcaicos. Con el “socratismo” llegó la carrera hacia el supermundo, hacia el teleologismo, hacia los dualismos esencia/existencia, ser/nada, que encontrarán su clímax en la visión cristiana. “La muerte de Dios” en Nietzsche tiene el sentido de una constatación de hecho de una realidad histórico-espiritual en curso, que concierne tanto a su época como a la nuestra, lo que no coincide, ojo, con una postura atea, como parece creer el autor. Uno de los intérpretes que cita, Eugen Fink, era muy consciente de que la construcción del pensador se centraba en un esfuerzo “teológico”, ciertamente no cristiano, que tenía como centro la recuperación de la sacralidad de la physis, el lugar del origen primaveral al que todo retorna.

Martini tiene sin duda razón al afirmar que Hitler no encarnó el ideal del “más allá del hombre”, sino que intentó volver a proponer, sin conseguirlo y distrayéndose trágicamente de ello, otra figura creada por Nietzsche, la del “gran hombre”, la del dominador (príncipes del Renacimiento, Napoleón). “El gran hombre” es aquel que acepta la naturaleza trágica del mundo y lo ennoblece mediante la creación de nuevas tablas de valores. “Nuevos valores” centrados en mentiras “anagógicas”, no en mentiras “catagógicas” (el supermundo y Dios), que producen la decadencia. Es un profeta de un futuro aún por venir (no encarnado por el nazismo, que si acaso, como reconocía de Benoist, con su lema: “Un líder, un pueblo, un imperio”, insinuaba su propia vocación monoteísta, ¡lejos de ser pagana!): sabía que era “dinamita” porque era consciente de que su anuncio epocal trastocaría la vida del “último hombre”, ¡desde luego no como profeta de los dramas de la Segunda Guerra Mundial!

La parte que nos ha parecido más interesante del volumen es la tercera, en la que Martini aborda el interés del filósofo por lo “cotidiano”, lo “humano”. De hecho, este interés está ligado al hecho de que Nietzsche, como los griegos, tiene a la vista la vida desnuda. Su mirada al cuerpo, a la alimentación, al clima, son pruebas de que era consciente de que todo lo que está vivo está “animado”, de que no existe el dualismo alma/cuerpo. Martini parece intuirlo cuando escribe: “por una razón que no es fácil de explicar […] en esta filosofía, a pesar de caracterizarse por un materialismo desenfrenado, hay (hay) algo espiritual, una especie de ‘materialismo refinado'” (p. 120). No, nada de ‘materialismo’, en Grecia el cuerpo era sagrado como expresión de la dynamis, posibilidad-poder que lo animaba y que anima para Nietzsche todo lo que es. Precisamente en la medida en que es posible, la dynamis no tiene nada de providencial, como quiere el autor (la “confianza” en la voluntad de poder). El filósofo de Röcken representa el último eslabón de la disolución del hegelismo. En esta secuencia de pensadores hay muchos nombres que contribuyeron más que Nietzsche a la definición de la cultura política nacionalsocialista. A Nietzsche, como mucho, se le podría reprochar no haber llegado a una recuperación efectiva de la physis griega. Así lo demuestran las ambigüedades de la doctrina del eterno retorno de lo idéntico (también correctamente señaladas por Martini), pensada a través de la categoría metafísica por excelencia, el principio de identidad. Esta limitación fue captada por Klages, que la corrigió hablando del eterno retorno de lo semejante, vigente en la naturaleza y en la historia.

Con Klages, el legado nietzscheano y la propia voluntad de poder pueden leerse y experimentarse más allá de la onto-teología de la que el pensador, según Heidegger, fue el último intérprete. De ser así, la filosofía imaginal de Nietzsche podría dar lugar a un Nuevo Comienzo de la civilización europea.

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